La vida de Mahatma Gandhi
Así lo llamó el poeta Rabidranath Tagore: mahatma,
es decir, alma grande, en sánscrito. Nació el 2 de octubre
de 1869 en Porbandar, provincia del actual Gujerat, en el oeste de la
India. Se llamaba Mohandas Karamchand Gandhi, pero en sus últimos años,
en su país, le decían Bapu (Padre). «No tengo nada nuevo
que enseñar al mundo. La verdad y la no violencia son tan antiguas como
las montañas. Toda mi obra consiste en haber experimentado con ambas en
una escala tan vasta como me fue posible. Al hacerlo, me equivoqué
algunas veces y aprendí de mis errores. [...] No tengo la más remota
duda de que cualquier hombre o mujer puede alcanzar lo que yo he
alcanzado si hacen el mismo esfuerzo y desarrollan la misma fe y
esperanza», dijo. Lo que enseñó Gandhi fue mucho. En
primer lugar, la ahimsa, que
es el amor a todas las criaturas vivientes, amigas o enemigas y, por lo
tanto, la falta de todo deseo de matar; por el otro, el satyagraha,
definido por él como «fuerza del alma» o, por otros, como «fuerza de la
verdad», una energía despojada de toda violencia, más poderosa que
cualquier arma. Una suerte de apego o devoción por la verdad en el que
cualquier atisbo de hostilidad estaría ausente. De esos
conceptos partió Gandhi, para llegar luego a aquello que se conoció como
«la resistencia pasiva» (inspirada, acaso, en la asidua correspondencia
que llevaba con León Tolstoi, pacifista por excelencia, y en sus
lecturas de Henry D. Thoreau). A ello se le sumó luego «la desobediencia
civil», basada en la absoluta fidelidad a los dictados de la propia
conciencia. Instauró nuevas metodologías de protesta y
lucha, como las huelgas de hambre, el regreso a las antiguas tradiciones
de la India, la búsqueda del equilibrio económico entre el capital y el
trabajo, la tolerancia religiosa. Ese pequeño gran hombre,
que estudió leyes en Londres y que, tiempo después, consiguió grandes
mejoras para los inmigrantes indios de Sudáfrica, regresó a su país y
allí dio sus dos grandes «batallas pacíficas» -valga la paradoja-: «la
marcha de la sal», como primera movilización pacífica de protesta, y,
años después, la obtención de la independencia de su país de la
colonización inglesa. Ambas, ganadas, a fuerza de voluntad, de una
espiritualidad inquebrantable y de su confianza en la justicia de sus
demandas, de sus banderas. Todo esto puesto a prueba por varios y
prolongados encarcelamientos, que Gandhi padeció con un estoicismo
ejemplar. «La marcha de la sal» la encabezó junto con su
mujer, en 1930, recorriendo a pie, con los pacíficos manifestantes, unos
300 kilómetros, entonando mantras y protestando así contra al monopolio
de la sal y los impuestos de los británicos. El resultado fue que se les
reconoció a los indios el derecho de recolectar ellos mismos su propia
sal y obtener así beneficios que les correspondían. Ese fue el prólogo
de la obtención de la independencia definitiva de su país en 1947,
proceso que duró varios años. Seguramente todos recordamos
la gran película que, tras dos décadas de preparación, Richard
Attenborough, inglés él, filmó en los años 80 sobre ese gran líder
político y espiritual llamado Gandhi. Allí, estos episodios épicos y la
filosofía de vida de Gandhi -en su ascetismo y creencias- están
magníficamente retratados, y la personificación hecha por el actor Ben
Kingsley será imborrable. Dice Attenborough en su prólogo
al libro Pensamientos escogidos
(Emecé, 1982): «La independencia lograda en 1947 no fue una victoria
militar, sino el triunfo de la determinación de un pueblo». Lamentablemente,
para gran desilusión de Gandhi, el país fue luego dividido en dos: la
India hindú y el Paquistán musulmán. Después de la independencia, el
Mahatma se había dedicado de lleno a reformar la sociedad de su país,
integrando las castas, bregando por el desarrollo de las zonas rurales,
por la integración religiosa, y defendiendo los derechos de los
musulmanes en el territorio hindú. Lo cual lo llevó a su trágico final.
Gandhi fue asesinado a los 78 años de edad por un fanático llamado
Nathuram Godse, quien le disparó el 30 de enero de 1948, mientras el
Bapu iba, acompañado, a comenzar sus oraciones de la tarde, en un jardín
de Nueva Delhi, atiborrado de gente expectante y devota. Cuando
los ingleses estaban todavía en el poder lo llamaron «el faquir
sedicioso y medio desnudo». ¿Cómo podía ese personaje desdentado,
delgado y minúsculo, con su taparrabo, sus sandalias y sus anteojitos,
vencer a un imperio? Albert Einstein había dicho de él: «A
las generaciones venideras les costará creer que un ser de carne y
hueso como ése existió en este planeta». Recordar
a Gandhi en la Argentina de hoy nos hace reflexionar y nos estimula. Su
postura ante el adversario o el enemigo de cualquier índole o signo
sería ejemplar para nuestros círculos de poder. «Sostengo
que soy incapaz de odiar a criatura alguna de la Tierra. A lo largo de
un largo camino de disciplina y oración he logrado, en los últimos
cuarenta años de mi vida, llegar a no odiar a nadie. Sé que ésta es una
gran declaración. Pero la realizo con humildad». Gracias a
monseñor Eugenio Guasta, tenemos en nuestras manos, aquí, en Buenos
Aires, la magnífica oración del cardenal Newman, que durante años fue
rezada todos los viernes por la tarde, en simultáneo, en el convento de
Campello (Umbria, Italia) por su fundadora, la hermana María (Valeria
Pignetti, llamada sorella Maria)
y en el ashram de Gandhi. En
los años 30, el Mahatma y la sorella
Maria se habían conocido en Roma y llevaron una interesante
correspondencia. La plegaria comienza así: «Oh, luz
querida / guíame tú por la oscuridad del camino. / La noche es lóbrega,
/ y está todavía tan lejos la morada de la paz». Gandhi
fue el inspirador de otros grandes pacifistas activos: Martin Luther
King y Nelson Mandela. «No soy un visionario –expresó–.
Pretendo ser un idealista práctico». La época que
transitamos en nuestro país es compleja, muy compleja. Vemos cómo la
unión entre todos nosotros suele hacerse ardua, cómo los enojos están a
la orden del día, las pasiones, las divisiones, las acusaciones, los
rencores, la violencia, la petulancia. Esto sucede desde arriba hasta
abajo y desde abajo hasta arriba, en la mayoría de las escalas y los
escalones de nuestra sociedad. La figura de Gandhi,
abogado, pensador, político e indiscutible héroe, nos alumbra con una
antorcha de ilusión, demostrando que las utopías se pueden hacer
realidad, que los obstáculos son, en gran parte, desafíos. Y que la
política puede ser otra cosa. Necesitamos solo eso:
idealistas prácticos, almas grandes. (Gandhi dijo que, con
esfuerzo, fe y esperanza, cualquiera puede serlo.)