Ofrecemos aquí dos textos de J.G Ballard, su Credo y un fragmento de su prólogo a Crash. Antes, reproducimos, a modo de introducción, un extracto de un reportaje que Guillermo Saavedra le hizo al escritor argentino Marcelo Cohen para Literatura.org.
Quienes le ofrecieron (a Marcelo Cohen) la perspectiva específica para lanzarse a crear territorios virtuales fueron autores más directamente vinculados al género fantástico y a la línea más radical e imaginativa de la ciencia ficción: “El fundamental fue Ballard, sin cuya lectura nunca hubiera podido escribir Insomnio. Me encontré con la lectura de Ballard en el momento de la irrupción de la posmodernidad. Yo aceptaba la crítica que esta hacía a algunos aspectos de la vanguardia: haberse alejado definitivamente del público al punto de volverse inaccesible y creer un poco ingenuamente en la idea de la ruptura incesante. Pese a eso, yo quería seguir sintiéndome parte de la vanguardia, en un sentido, quizás, atemperado. Rescataba, y lo sigo haciendo, un temperamento vanguardista según el cual parte de la aventura artística consiste en un ajuste permanente de los medios expresivos al horizonte de conocimiento de la época. Así como después de Einstein y de Freud no se podía seguir escribiendo la misma literatura porque la visión del mundo había cambiado, pienso que después de Foucault tampoco se podía seguir escribiendo igual que antes de él. Uno ya sabía qué era el poder, por ejemplo; entonces no tenía ningún sentido que la forma de aproximarse al amor fuera la misma, desde el punto de vista literario”.
¿Cómo llegó Cohen a Ballard y qué fue lo que encontró en él?: “Comencé a hacer traducciones para Paco Porrúa, en Minotauro de España. A través del trabajo, me fui haciendo amigo de Paco, un tipo extraordinario que ha sido mi maestro en varios sentidos. Así llegué a Ballard. Leerlo fue como si me zamarrearan de golpe y me dijeran: ‘date cuenta de lo que se puede hacer hoy con la literatura fantástica’. Ballard no deja de reclamarse heredero de la gran tradición inglesa, atravesada por un sesgo moral. Porque él se ha interesado de un modo musical, digamos, en los que consideran los dos grandes temas de la ciencia ficción: el espacio exterior y el futuro. Para Ballard, el futuro ya está entre nosotros, instalado en ‘la perversión del imaginario cotidiano’, como él lo llama”.
Para Cohen, Ballard trasciende el género “porque él es, al mismo tiempo, un escritor fantástico y un novelista del conocimiento. Lo cual lo vincula con una tradición más europea que anglosajona, aunque dudo que haya leído a Broth o a Musil. Además, Ballard es un vanguardista, alguien que ha experimentado enormemente, dando a cada libro una forma distinta, y que ha encontrado una voz narrativa muy peculiar, gracias a una distancia helada que no deja de ser absolutamente estremecedora”.
Cohen reconoce –por si hiciera falta a esta altura de la charla– que hay otros escritores europeos que le han interesado mucho, pero que en Ballard encontró “las posibilidades narrativas de los escenarios sincréticos, un modo de ocuparse del paisaje posindustrial, que siempre me había obsesionado, y la provocación intelectual, desde el punto de vista literario pero también más allá de la literatura, de algunas de sus ideas. Por ejemplo, la postulación de una realidad cuántica, que se da por fogonazos, por saltos discontinuos, como una forma de expresar nuestra percepción de las cosas. Pero la idea fundamental de Ballard, que está en sus novelas apocalípticas, es que entre el paisaje y la mente no hay distancia. Una idea que, de otra manera, está también en Wallace Stevens, cuando dice: ‘Soy lo que me rodea’ o ‘Una mitología crea su región’. La diferencia es que esto para Stevens es motivo de felicidad y de fervor poético y para Ballard es terrible. El hecho de que no exista ninguna distancia entre mente y paisaje significa, para Ballard, que sólo llegando al fondo de la desintegración del paisaje se puede encontrar el pequeño nódulo de realidad a partir del cual se puede salir. Por eso sus personajes se quedan siempre en medio del desastre, no escapan nunca. Desde luego, cuando hablo de paisaje en Ballard, no me refiero sólo a la naturaleza sino también a aquello que el progreso inflige a la naturaleza y también el paisaje ciudadano, donde él siempre encuentra síntomas de enfermedades mentales”.
Extraído de web.archive.org
De J. G. Ballard
[Re-Search, 1984]Traducción de Claudia Kozak, extraída de la Revista artefacto
Título y fecha del original en inglés: J.G. Ballard, “What I believe”, 1984.-----------
Creo en el poder de la imaginación para rehacer el mundo, liberar la verdad que hay en nosotros, alejar la noche, trascender la muerte, encantar las autopistas, congraciarnos con los pájaros y asegurarnos los secretos de los locos.
Creo en mis propias obsesiones, en la belleza de un choque de autos, en la paz del bosque sumergido, en la excitación de una playa de vacaciones desierta, en la elegancia de los cementerios de automóviles, en el misterio de los estacionamientos de varios pisos, en la poesía de los hoteles abandonados.
Creo en las pistas de aterrizaje olvidadas de Wake Island, señalando a los Pacíficos de nuestras imaginaciones.
Creo en la belleza misteriosa de Margaret Thatcher, en el arco de sus fosas nasales y el borde de su labio inferior; en la melancolía de los conscriptos argentinos heridos; en las sonrisas perturbadas de los empleados de estaciones de servicio; en mi sueño sobre Margaret Thatcher acariciada por ese joven soldado argentino en un motel olvidado, observados por un empleado de estación de servicio tuberculoso.Creo en la belleza de todas las mujeres, en la perfidia de sus fantasías, tan cerca de mi corazón; en la unión de sus cuerpos desencantados con los rieles de cromo de las góndolas de supermercado; en su cálida tolerancia de mis propias perversiones.
Creo en la muerte del mañana, en el acabamiento del tiempo, en la búsqueda de un tiempo nuevo en las sonrisas de las mozas de los bares de las rutas y en los ojos cansados de los controladores de tráfico aéreo en aeropuertos fuera de temporada.
Creo en los órganos genitales de los grandes hombres y mujeres, en las posturas corporales de Ronald Reagan, Margaret Thatcher y la Princesa Diana, en el suave olor que emana de sus labios cuando miran a las cámaras del mundo entero.
Creo en la locura, en la verdad de lo inexplicable, en el sentido común de las piedras, en la demencia de las flores, en la enfermedad reservada para la raza humana por los astronautas del Apolo.
No creo en nada.
Creo en Max Ernst, Delvaux, Dalí, Tiziano, Goya, Leonardo, Vermeer, de Chirico, Magritte, Redon, Durero, Tanguy, el Facteur Cheval, las torres Watts, Bocklin, Francis Bacon, y en todos los artistas invisibles dentro de las instituciones psiquiátricas del mundo.
Creo en la imposibilidad de la existencia, en el humor de las montañas, en lo absurdo del electromagnetismo, en la farsa de la geometría, en la crueldad de la aritmética, en las intenciones asesinas de la lógica.
Creo en las adolescentes, en la corrupción que hay en ellas sólo por la postura de sus piernas, en la pureza de sus cuerpos desaliñados, en los rastros que sus partes pudendas dejan en los baños de moteles miserables.
Creo en el vuelo, en la belleza del ala, y en la belleza de todo lo que alguna vez haya volado, en la piedra arrojada por un niño pequeño que lleva en sí misma la sabiduría de los estadistas y de las parteras.Creo en la amabilidad del bisturí, en la geometría sin límites de la pantalla de cine, en el universo oculto dentro de los supermercados, en la soledad del sol, en la locuacidad de los planetas, en la redundancia de nosotros mismos, en la inexistencia del universo y el aburrimiento del átomo.
Creo en la luz que arrojan las videograbadoras en las vidrieras de las grandes tiendas, en la agudeza de las parrillas de los radiadores en los salones de venta de automóviles, en la elegancia de las manchas de aceite sobre las barquillas de los motores de los 747 estacionados en las pistas de los aeropuertos.
Creo en la no existencia del pasado, en la muerte del futuro, y en las infinitas posibilidades del presente.
Creo en el desarreglo de los sentidos: en Rimbaud, William Burroughs, Huysmans, Genet, Celine, Swift, Defoe, Carroll, Coleridge, Kafka.
Creo en los diseñadores de las Pirámides, el Empire State, el bunker del Fuhrer en Berlín, las pistas de aterrizaje de Wake Island.
Creo en la fragancia del cuerpo de la Princesa Diana.
Creo en los próximos cinco minutos.
Creo en la historia de mis pies.
Creo en las migrañas, el aburrimiento de las tardes, el temor a los calendarios, la traición de los relojes.
Creo en la ansiedad, la psicosis y la desesperanza.
Creo en las perversiones, en el amor obsesivo por los árboles, las princesas, los primeros ministros, las estaciones de servicio abandonadas (más bellas que el Taj Mahal), las nubes y los pájaros.
Creo en la muerte de las emociones y el triunfo de la imaginación.
Creo en Tokio, Benidorm, La Grande Motte, Wake Island, Eniwetok, Dealey Plaza.
Creo en el alcoholismo, las enfermedades venéreas, la fiebre y el agotamiento.
Creo en el dolor.
Creo en la desesperanza.
Creo en todos los niños.
Creo en mapas, diagramas, códigos, juegos de ajedrez, rompecabezas, tableros de horarios de vuelos, carteles indicadores de los aeropuertos.
Creo en todas las excusas.
Creo en todas las razones.
Creo en todas las alucinaciones.
Creo en toda la rabia.
Creo en todas las mitologías, recuerdos, mentiras, fantasías y evasiones.
Creo en el misterio y la melancolía de una mano, en la amabilidad de los árboles, en la sabiduría de la luz.
J.G. Ballard, Crash, Buenos Aires, Minotauro, 1979
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El matrimonio de la razón y la pesadilla que dominó el siglo XX ha engendrado un mundo cada vez más ambiguo. Los espectros de siniestras tecnologías y los sueños que el dinero puede comprar se mueven en un paisaje de comunicaciones. El armamento tecnológico y los anuncios de bebidas gaseosas coexisten en un dominio de luces enceguecedoras gobernado por la publicidad y los seudo acontecimientos, la ciencia y la pornografía. Los leitmotiv gemelos de este siglo, el sexo y la paranoia, presiden nuestras existencias. El júbilo de McLuhan frente a los mosaicos de información ultrarrápida no basta para que olvidemos el profundo pesimismo de Freud en El malestar de la cultura. El voyeurismo, la insatisfacción, la puerilidad de nuestros sueños y aspiraciones, todas estas enfermedades de la psique han culminado ahora en la víctima más aterradora de nuestra época: la muerte del afecto.
(…)
El “hecho” capital del siglo XX es la aparición del concepto de posibilidad ilimitada. Este predicado de la ciencia y la tecnología implica la noción de una moratoria del pasado –el pasado ya no es pertinente, y tal vez esté muerto– y las ilimitadas alternativas accesibles en el presente.
(…)
Añadiré que a mi criterio el equilibrio entre realidad y ficción cambió radicalmente en la década del sesenta, y los papeles se están invirtiendo. Vivimos en un mundo gobernado por las ficciones de toda índole: la producción en masa, la publicidad, la política conducida como una rama de la publicidad, la traducción instantánea de la ciencia y la tecnología en imaginería popular, la confusión y la confrontación de identidades en el dominio de los bienes de consumo, la anulación anticipada de la pantalla de TV, de toda reacción personal a alguna experiencia. Vivimos dentro de una enorme novela. Cada vez es menos necesario que el escritor invente un contenido ficticio. La ficción ya está ahí. La tarea del escritor es inventar la realidad.
(…)
Entiendo que el papel, la autoridad y la libertad misma del escritor han cambiado radicalmente. Estoy convencido de que en cierto sentido el escritor ya no sabe nada. No hay en él una actitud moral. Al lector sólo puede ofrecerle el contenido de su propia mente, una serie de opciones y alternativas imaginarias. El papel del escritor es hoy el del hombre de ciencia, en un safari o en un laboratorio, enfrentado a un terreno o a un tema absolutamente desconocidos. Todo lo que puede hacer es esbozar varias hipótesis y confrontarlas con hechos.