Memorias, de José María Paz (fragmento)

El general Lavalle, el año 1826, que lo conocí, profesaba una aversión marcada, no sólo a los principios del caudillaje, sino a los usos, costumbres y hasta el vestido de los hombres de campo o gauchos, que eran los partidarios de ese sistema; era un soldado en toda forma. Imbuido en estas máximas, presidió la revolución de diciembre del año 28, y tanto que quizás fue vencido por haberlas llevado hasta la exageración. Despreciaba en grado superlativo las milicias de nuestro país, y miraba con el más soberano desdén las puebladas. En su opinión, la fuerza estaba sólo en las lanzas y sables de nuestros soldados de línea, sin que todo lo demás valiera un ardite. Cuando las montoneras de López y Rosas lo hubieron aniquilado en Buenos Aires, abjuró sus antiguos principios y se plegó a los contrarios, adoptándolos con la misma vehemencia con que los había combatido. Se hizo enemigo de la táctica, y fiaba todo el suceso de los combates al entusiasmo y valor personal del soldado. Recuerdo que en Punta Gorda, hablando del entonces comandante Chenaut, le conté que había organizado, en años anteriores, y disciplinado hasta la perfección, un regimiento en la provincia de San Juan, pero que, desgraciadamente, este regimiento, por causas que no es el caso analizar, se condujo muy mal en la acción de Rodeo de Chacón. “Por eso mismo, me contestó, que se habían empeñado en darle mucha disciplina, es que se condujo cobardemente”. Hasta en su modo de vestir había una variación completa. Años antes lo había conocido haciendo alarde de su traje rigurosamente militar, y atravesándose el sombrero a lo Napoleón. En Punta Gorda, y en toda la campaña, vestía un chaquetón si era invierno, y andaba en mangas de camisa si era verano, pero sin dejar un hermoso par de pistolas con sus cordones pendientes del hombro. Llegó a decir que no volvería a ponerse corbata.