Mis memorias, de Lucio V. Mansilla (fragmento)

Diciéndole yo una vez al señor don Domingo de Oro, que hablaba con singular encanto, sin ser orador (jamás estuvo en un Parlamento), que se había mezclado y rozado con hombres eminentes de todos los colores y matices; actor y espectador a la vez, que había oído, visto y sabido muchísimo entre telones; que había sido secretario íntimo de Mansilla, mi padre, y don Estanislao López, el caudillo santafecino; amigo de los tipos más opuestos, de Sarmiento, de Tejedor, de Mitre, de Zubiría; emigrado y enemigo de Rozas, sin serlo de su familia –al contrario–, lo mismo que lo era de Alvear, o mejor dicho, teniendo por él antipatía; diciéndole yo un día, repito, a aquel hombre complejo, que era un escéptico a lo Montaigne, lleno de idealidades, mezcla rara de elementos morales, amables y adustos, tolerante intransigente: –¿Por qué no escribe usted sus memorias, señor don Domingo? Me contestó con su expresión significativa tan personal, solemne, sin afectación por el gesto y la voz: –Señor don Lucio, he visto tanta inmundicia, que… ¿para qué legare más mier… a la historia?