“La muerte”, de Enrique Anderson Imbert
La automovilista (negro el vestido, negro el pelo, negros los ojos pero con la cara tan pálida que a pesar del mediodía parecía que en su tez se hubiese detenido un relámpago) la automovilista vio en el camino a una muchacha que hacía señas para que parara. Paró.
–¿Me llevas? Hasta el pueblo no más –dijo la muchacha–.
–Sube –dijo la automovilista. Y el auto arrancó a toda velocidad por el camino que bordeaba la montaña.
–Muchas gracias –dijo la muchacha con un gracioso mohín– pero ¿no tienes miedo de levantar por el camino a personas desconocidas? Podrían hacerte daño. ¡Esto está tan desierto!
–No, no tengo miedo.
–¿Y si levantaras a alguien que te atraca?
–No tengo miedo.
–¿Y si te matan?
–No tengo miedo.
–¿No? Permíteme presentarme –dijo entonces la muchacha, que tenía los ojos grandes, límpidos, imaginativos y enseguida, conteniendo la risa, fingió una voz cavernosa–. Soy la Muerte, la M-u-e-r-t-e.
La automovilista sonrió misteriosamente.
En la próxima curva el auto se desbarrancó. La muchacha quedó muerta entre las piedras. La automovilista siguió a pie y al llegar a un cactus desapareció.