“El puñal alado”, G. K. Chesterton

–Un caballero apellidado Aylmer, rico propietario del Oeste, casó ya bastante entrado en años, y tuvo tres hijos: Phillip, Stephen y Arnold. Cuando soltero, pensando no tener sucesión, adoptó a un chico en quien creía ver cualidades muy brillantes y prometedoras, que llevaba el nombre de John Strake. Su cuna parece tenebrosa; se dice que procedía de un hospicio y otros sostienen que era gitano. Yo creo que lo último ha sido una invención de la gente, debida en parte a que Aylmer, en sus últimos tiempos, se ocupó en toda clase de ocultismos, incluso la quiromancia y la astrología; y sus tres hijos aseguran que Strake azuzaba tal pasión, amontonando sobre esta muchas otras acusaciones: que Strake era un sinvergüenza sin límites y, sobre todo, un mentiroso cabal; que tenía ingenio vivísimo para urdir ficciones improvisadas, con tal maña, que despistarían a cualquier detective. Sin embargo, tales asertos pudieron explicarse tal vez como natural consecuencia de lo que aconteció. Quizás usted se lo ha imaginado ya, poco más o menos. El viejo dejó casi toda su herencia al hijo adoptivo y, a su muerte, los hijos legítimos impugnaron el testamento. Sostenían que su padre había hecho aquella cesión de bienes por efecto de graves amenazas y, además, como dato final, alegaron que el hijo adoptivo lo había llevado a una total e importante idiotez. Dijeron que Strake tenía una manera peculiarísima y siempre nueva de llegarse a él, a despecho de la familia y enfermeras, y atemorizarlo en su propio lecho de muerte. Sea de ello lo que quiera, algo pudieron probar, al parecer, acerca del estado mental del enfermo, por lo que el tribunal declaró nulo el testamento y los hijos heredaron. Se dice que Strake reclamó en la forma más descompuesta imaginable, y que juró que había de matar a sus tres hermanos, uno tras otro, y que nada los libraría de su venganza. Se trata ahora del tercero y último de los hermanos, Arnold Aylmer, que pide protección a la policía. –¿El tercero y último? –preguntó el sacerdote con gravedad. –Sí –dijo Boyne–, los otros dos están muertos –antes de proseguir hizo una pausa–. Ahí comienzan las dudas. No hay ninguna prueba de que hayan sido asesinados, pero tampoco hay razón suficiente para creer que no lo fueron.”