En su libro El oficio de la ciudadanía, Fernando Bárcena Orbe plantea como preocupación central la educación política. Para educar hay que poner en claro qué se entiende por ciudadanía y ciudadano, porque de la concepción que se adopte surgirán los presupuestos de esta educación. Teniendo en cuenta esto, Bárcena considera dos tipos de ciudadanía con una raíz común en la teoría liberal, pero que difieren en puntos centrales.
La ciudadanía como status: reconoce su base en la obra de John Rawls y su Teoría de la justicia, publicada en 1971, y que constituyó un aporte muy importante para la filosofía política desde una perspectiva liberal, kantiana, del contrato social. Para Rawls, el sujeto es un individuo que se supone racional y que es capaz de elegir libremente sin la interferencia ni los condicionamientos de su particular contexto histórico, social y cultural. La virtud principal de las instituciones y las leyes es la justicia, hasta el punto de que, cuando son injustas, deben ser suprimidas. Las personas saben que aceptan principios de justicia que comparten con los demás, y las instituciones sociales básicas se asientan en los mismos principios: así funciona una sociedad bien organizada. Este planteamiento se apoya en las ideas de igualdad, de contrato social y de justicia imparcial. De acuerdo con este planteo, nadie puede imponer a otro su modelo de felicidad y mucho menos puede hacerlo el Estado. Además, sostiene que el bienestar de la sociedad en su conjunto no justifica la pérdida de la libertad para los individuos, ni la violación de cualquiera de sus derechos individuales.
Ciudadano es entonces el que tiene determinado status, y sus relaciones con el Estado se establecen de acuerdo con los derechos cívico-políticos reconocidos en la Constitución. Así, la ciudadanía es concebida desde un ángulo formal y legal, sin relación directa con contenidos éticos. Las principales objeciones a esta visión son que no tiene en cuenta el multiculturalismo como fenómeno global, y que, al no aplicarse el principio de justicia al ámbito económico –en el que el derecho se concibe como la posibilidad de acumulación de riqueza de acuerdo con el talento de cada uno– favorece una gran desigualdad social.
La ciudadanía como práctica: es la contenida en la teoría comunitarista de la filosofía política, que fue planteada por autores sobre todo norteamericanos, como Ch. Taylor y M. Walzer. Sus postulados rechazan los principios liberales referidos a las ideas de individuo y razón (como los sostenidos por Rawls) y, en resumen, se caracterizan por defender la naturaleza política del ser humano, que antes que un individuo es un ciudadano, y por resaltar la importancia de la comunidad y las tradiciones en la construcción de la identidad. El contexto histórico proporciona una identidad colectiva que sería la ciudadanía, por oposición a la abstracta titularidad de derechos.
En conclusión, para el comunitarismo ciudadano es entonces el que posee derechos, pero adquiridos en función de la sociedad particular en que vive, que es la fuente de los valores, derechos y obligaciones de cada uno, y que le confiere una identidad. Por otra parte esta concepción se completa con una dimensión definitoria: la práctica, que significa la participación en el ámbito público y el compromiso de hacerlo de acuerdo con reglas morales relacionadas con el bien público. El ciudadano debe ser un participante diestro de la política, y su actuación ir más allá de la ocasional emisión del voto.