Como es sabido, Charles Darwin (1809-1882) se hizo famoso por su idea de que las plantas y animales sufren cambios evolutivos "es decir, de que la evolución es un fenómeno natural", pero no fue el primero en sostenerlo. Dejando de lado mitos más antiguos o pertenecientes a tradiciones ajenas al origen de la ciencia moderna, la idea evolucionista se instaló en el pensamiento filosófico griego, en el que, sin embargo, no tuvo una posición dominante, ya que prevaleció en él la noción de que las especies son inmutables. Esta visión estaba ligada también a la concepción bíblica, la otra gran fuente del pensamiento occidental, especialmente al relato de la creación en el libro del Génesis.
Anaximandro (610-546 a.C.) sostuvo que el mundo no fue creado repentinamente, y que los vertebrados, incluidos los seres humanos, descendían de los peces. Contrariamente, para Platón (427-347 a.C.), las cosas y los seres vivos respondían a una idea o esencia inmutable, como las sombras que pueden producir en el fondo de una caverna objetos que están en un mundo inaccesible fuera de ella. Su discípulo Aristóteles (384-322 a.C.), en cambio, más que en reflexionar sobre esencias invariables, se interesó por clasificar a los organismos vivos. Los organizó en forma ascendente, del más simple al más complejo, como sobre una escalera en la que cada peldaño estuviera ocupado por uno, pero su scala naturae (en la denominación de sus traductores al latín) era inmutable: no admitía cambios en los organismos ni movilidad.
Aristóteles clasificó los organismos en una escalera en la que cada peldaño estaba representado por un organismo diferente, del más simple al más complejo. Esta concepción no admitía evolución.
Si bien la concepción de Aristóteles, casi siempre unida a la idea cristiana de la Creación, dominó el pensamiento científico durante siglos, la noción de Anaximandro de que las especies sufren cambios constituye el corazón de la teoría evolutiva moderna.