Durante las últimas décadas, muchos biólogos se han dedicado a cambiar genes de lugar, moviéndolos de un organismo a otro. Al conjunto de estas actividades científicas se las denominó ingeniería genética y nació a raíz del descubrimiento de una molécula que actúa como tijera biológica, como veremos en este apartado.

En la década de 1940, Barbara Mc Clintock, una genetista que trabajaba con plantas de maíz, hizo un descubrimiento que, 30 años más tarde, transformaría la biología molecular. Ella advirtió una planta en la que los cromosomas se rompían siempre en el mismo lugar, algo que le resultó extraño, pues normalmente se rompen por azar. Además notó que los genes contiguos al lugar donde se rompían los cromosomas podían moverse. Que los genes pudieran desplazarse era entonces una idea revolucionaria. Tales genes saltarines recibieron el nombre de trasposones. Pero el descubrimiento de genes móviles no tuvo grandes consecuencias hasta la década del 70, cuando se constató el mismo fenómeno en bacterias. En los años 1980, los biólogos moleculares comenzaron a usar genes móviles para estudiar el genoma de diferentes organismos y ahora su empleo es central para la ingeniería genética.